El
sueño me venció. Al despertar, a mi lado sólo quedaban Ash y
Richard, bajo una manta azul. El sonido de varias guitarras, maracas
y unas congas muy suaves llegaba desde una zona cercana a la parte
trasera de la casa. Alguien cantaba una canción que comenzaba
hablando sobre una noticia -un accidente, una fotografía...-.
Llevaba casi dos meses persiguiéndome adondequiera que fuese, con su
sucesión de fragmentos en apariencia inconexos y su impactante
acorde final.
-
Esta canción la va a querer versionar todo dios, hasta sin piano, y
si no al tiempo. En fin... La hoguera está decayendo, ¿veis?
-comentó Richard al cabo de un rato.
-
Ya me ocupo yo -respondí-, de todas formas tengo que ir a por
tabaco...
Por
allí cerca encontré algunas ramas secas y un par de troncos con los
que fue fácil reavivar el fuego. Cuando las llamas empezaron a
crecer, poco a poco fui percibiendo a través de ellas un resplandor
ajeno a los colores de las brasas, una tonalidad asociada a una
sensación acústica que parecía surgir de su propio crepitar. El
brote sinestésico acabó por concretarse en una voz al principio
ininteligible que se me iba acercando materializada en una silueta
imprecisa.
-
¡Acabarás quemándote las cejas, Nar, esta vez de verdad!
Dylan
cruzó por el otro lado del fuego, dirigiéndose hacia la entrada
trasera. Frente a ella, la gente que había estado tocando aquella
canción perturbadora formaba ahora un corro en torno al hombre del
sombrero extemporáneo, quien en ese momento ponía fin a la historia
que les acababa de contar voceando una cita bíblica que atribuyó al
Libro
del Apocalipsis:
„Sobre
la atalaya, mi señor,
estoy
firme a lo largo del día,
y
en mi puesto de guardia
estoy
firme noches enteras.“
Dylan
pudo escucharlo al pasar junto al grupo para entrar en la casa. Desde
la puerta, con un ademán como a cámara lenta, se dio la vuelta para
contradecir al hombre de negro:
-
No es Apocalipsis.
Es Isaías,
capítulo 24.
Yo
lo iba procesando todo mientras regresaba junto a Richard y Ash. De
pronto me detuve, y en voz muy alta, me oí decir:
-
Tampoco. Es Isaías,
sí,
pero el capítulo 21, versículo 8.
Todo
el mundo quedó en silencio. Un mar de ojos me observaba, los de
Dylan resplandecían en un gesto insondable.
-
¡¿Cómo te atreves?! -clamó al tiempo que abría la puerta.
Iba
a responder no sé bien qué cuando una voz polvorienta retumbó a
mis espaldas:
-
Si estáis tan seguros, ¿por qué no apostáis?
Al
volverme, una cara como una máscara me miraba fijamente bajo aquel
enorme sombrero negro. Dylan se quedó parado ante la puerta abierta,
con la cabeza ladeada, y con gran parsimonia encendió un cigarro.
-
Sea -dijo al cabo de unos segundos eternos. Luego entró en Big Pink
dando un portazo.
Después
de tantos años, aquel ruido sigue resonando en mi cabeza como el
disparo previo a un duelo, antes de haber podido elegir arma. Dylan
la escogió por mí. Si hoy volviéramos a encontrarnos le
preguntaría si aún recuerda la escena siguiente como lo hago yo
esta noche, en blanco y negro.