Dedico
las primeras horas de la tarde a revisar algunos de los materiales
recopilados para mi proyecto de biografía literaria. El azar hace
que tope con una entrevista de 1962, una de las primeras, en la radio
WBAI de Nueva York. Dylan habla de cuando actuaba en los cafés de
Greenwich Village, en el Gaslight y en el Wha? :
“Cantaba
por las tardes, tocaba la armónica para un tipo de allí... Me daba
un dólar... Tocaba con él cada día desde las dos de la tarde.
Hasta las ocho y media... Me daba un dólar y una hamburguesa con
queso.”
Qué
distintas serán su sensaciones ahora, tocando con amigos, sin
horarios ni sueldo. Las sesiones en el sótano no suelen ser tan
largas como aquellas del Village, aunque a veces se prolongan hasta
la madrugada. Hoy tengo que esperar hasta las siete para poder bajar
-el tono de Robbie no admitía dudas-, y no sé cómo sujetar mis
nervios. Por suerte, hacia las cuatro una cara sonriente aparece por
el ventanal delantero de la caravana:
- ¿No
interrumpo?
- No,
qué va, sólo estaba tomando unas notas, haciendo tiempo hasta la
hora de bajar al sótano a escucharos.
- Sí,
Robbie nos lo ha dicho esta mañana... A Richard y a mí nos apetece
la idea de tenerte como público,
aunque sea sólo un rato...
- Bueno,
ya veremos cuánto aguantamos, vosotros y yo. ¿Ya sabes qué vais a
tocar hoy?
- Ni
puta idea. Eso siempre se decide –me parece- en el momento en el
que Dylan baja la escalera del sótano, bien en función de lo que
lleve o no en la mano (textos, acordes, un periódico, la
armónica...), del careto que traiga, o de las dos cosas. Nosotros,
desde abajo, le vemos descender los peldaños, a veces despacio, a
veces de dos en dos, y nos ponemos a reafinar con cara de póquer, o
encendemos un cigarro esperando a ver qué dice ... A veces es como
cuando tiras al aire una moneda y tarda horas en caer.
Me
cuesta asumir que me voy a perder ese momento -Orfeo, catábasis y
cien mil asociaciones discordantes en torno al placer del descenso-,
que esta tarde no veré a Dylan en la escalera bajando al encuentro
de sus camaradas, porque cuando yo llegue al sótano ya serán las
siete y media, y los cinco llevarán ya un rato tocando, absortos en
los instrumentos y en su complicidad, y ni siquiera notarán cómo me
siento en una esquina, mirándoles desde el suelo, con las manos
entrelazadas, los oídos fértiles y los ojos de par en par.
Hoy
no veré bajar a Dylan, pero la canción que estén cantando cuando
yo me siente a escucharles sobre el piso de cemento del sótano será
tan exultante como la imagen de ellos cinco reunidos en torno a
aquella alegría compartida: la perfecta banda sonora de una gloria
secreta, íntima y anárquica.