He salido del sótano y me he sentado
en las escaleras de la caravana a intentar digerir lo vivido durante
las últimas horas. Una luna enorme y amarilla se eleva sobre
Overlook, ofreciendo a la montaña una apariencia de animal tendido a
sus pies.
En mis oídos resuenan los acordes de
Waltzing with Sin:
la tocaron como a mitad de sesión, dos veces seguidas sin pausa, y
por momentos -lo pienso ahora, no lo percibí entonces- la voz de
Dylan sonaba con un magnífico aplomo un tanto estrafalario en alguien que acaba
de cumplir veintiséis años. En mis ojos han quedado talladas una
serie de imágenes de hombres e instrumentos ensamblados en una
camaradería que anula el mundo exterior a ese sótano, convertido
por su música en un submarino sónico navegando en las aguas del
júbilo. Yo he pasado allí un par de horas hipnóticas, acabo de
emerger -quizá por eso me desbordan las esdrújulas-, y mi
respiración aún no se ha recuperado del todo cuando escucho a mis
espaldas la voz de Richard:
- Buenas noches, Nar. ¿Que tal el
viaje de hoy?
- ¡Hola, Richard! Ha sido fabuloso.
Sólo faltabas tú …
- Bueno, me quedé arriba, durmiendo,
y luego he salido al bosque a darle vueltas a mi „Upstairs,
Downstairs“, ya sabes ...
- ¿Y cómo va la letra?
- Regular. Es difícil poner en
palabras esa imagen de la incertidumbre de la que te hablaba el otro
día: Dylan subiendo y bajando, y a veces como suspendido entre
niveles ... Una forma suya de flotar a la que los demás sólo
conseguimos aproximarnos a veces en los sueños ... Saca una
guitarra, anda.
- Vale. ¿Te apetece tomar algo?
- Ya voy yo a por una botella y algo
de papel. Vuelvo enseguida.
Caminando con el paso a la vez
inestable y ágil de sus pies descalzos,
entra en la casa y regresa con una botella ambarina decorada con una
cinta roja.
- Aquí está la guitarra -le digo,
tendiéndosela, al tiempo que él me pasa la botella.
- Grand Marnier. ¿Te gusta?
- No sé, no lo he probado nunca.
- Pues a partir de este momento
siempre estarás en deuda conmigo, ya verás -dice con convicción y
cierta sorna, mientras comienza a rasguear la guitarra.
Entro en la caravana y saco mis dos
mejores copas y un poco de hielo.
- Sírvelo tal cual, está mejor del
tiempo.
Así lo hago. Él coge su copa, se
queda un momento mirándola y luego la levanta y propone un brindis:
- ¡Por „Nar de la Caravana“,
visitante casual de un sótano surreal!
Nos reímos juntos antes de dar el
primer sorbo, que me dispara en la boca una esencia densa y amarga de
naranjas de otro mundo.
- ¡Joder, qué bueno está esto!
-exclamo con sorpresa.
- Ya te lo advertí, siempre me lo
agradecerás -dice apurando su vaso, sonriente. Y ahora, escucha:
„Upstairs, downstairs“, versión tropecientos.
Los cinco acordes de la interpretación
que le escuché hace unos días se han adornado con arpegios y algún
cambio de ritmo; el texto se ha ido concretando en torno a un
estribillo que hace sonar los matices más azules de su voz. Al
terminar, se queda mirando la luna, que ya ha ascendido un breve
trecho sobre la montaña. No me atrevo a romper el silencio, sirvo un
poco más de licor y espero a que él regrese. Cuando lo hace,
enciende algo de fumar. La llama de la cerilla esclarece sus ojos sin
fondo. Tras un par de caladas, eludiendo comentarios sobre su
canción, me sorprende una vez más con un giro inesperado:
- Eso que llevas al cuello, Nar ...
Tenías razón, es verdad que se parece a lo mío -dice mientras se
sirve otro vaso.
Necesito unos segundos para articular
una respuesta tajante envuelta en un tono benigno:
- Disculpa, pero esta vez soy yo quien
no quiere hablar de ello. No es el momento, ¿sabes?
- No pasa nada. Lo entiendo. Mejor
compartir lo bueno, ¿verdad? -dice ofreciéndome fuego y un vaso
casi lleno de ese licor anaranjado y afable que -ya lo intuyo-
siempre me sabrá a la añoranza de una noche como ésta.