Dylan viene acercándose
a la caravana con su caminar ladeante, la mano derecha en el bolsillo
trasero del pantalón, un periódico enrollado en la izquierda. Lo
levanta en señal de saludo, al que Rick responde con un gesto
similar y yo con un „buenos días“ rematado por una propuesta que
pretende disimular mi azoramiento:
- ¿A alguien le apetece
café?
Rick no tiene tiempo,
explica con una despedida apresurada que me deja a solas frente a mi
propio reflejo en los cristales negros tras los que Dylan sigue
ocultando sus ojos. Su voz rompe el conjuro:
- Que sea bien fuerte.
Entro en la caravana, él
se queda en las escaleras y enciende un cigarro. Mientras lavo mis
dos mejores tazas, le ofrezco pasar y sentarse a la mesa. Se coloca
de espaldas a la ventana grande, deja las gafas junto al cenicero y,
en silencio, observa el desorden que resume mi espacio vital. Yo me
demoro preparando el café para que el ruido del molinillo me exima
de tener que decir no-tengo-ni-idea-qué. Cuando cesa el estruendo,
es Dylan quien comienza a hablar.
- Cinco guitarras a la
vista, no está mal para un sitio tan pequeño. ¿Dónde tienes la
Ibanez que bajaste al sótano el otro día?
- En esa funda granate,
sácala si quieres.
Mientras va tanteando el
instrumento, pongo el café al fuego y me dedico a rebuscar por los
estantes con la esperanza de encontrar algo de azúcar y de no ser yo
quien tenga que abrir el turno de palabra. Se me acaban las excusas
cuando el café está listo para servir y Dylan deja la guitarra para
volver a encender un cigarro.
- Suena bien, ¿verdad?
¿Qué era eso que estabas tocando?
- Te lo diré después de
que tú me hayas contado quién eres y qué estás haciendo aquí.
Dylan a quemarropa. Mi
historia cuarteada en viñetas en blanco y negro. Música con brea y
olor de algas. Sinopsis, sinestesias, sinrazones. Tiempo detenido.
Cuando dejo de hablar, me
doy cuenta de que estoy de pie junto a la puerta; él ha terminado su
taza de café y se está tomando la mía, olvidada sobre la mesa.
Como único comentario a mi relato, enarca las cejas y, mientras
apaga un último cigarro en el cenicero casi lleno, dispara de nuevo
por sorpresa:
- ¿Qué es eso que
tienes colgado junto al espejo?
Vuelvo la cabeza y, junto
a mi imagen reflejada, veo la que ha despertado su curiosidad: una
postal de 10x15, oscura y luminosa a partes iguales. La desclavo y se
la tiendo.
- Es el Cristo de
Velázquez. Lo estuve viendo en el Prado, en mi último viaje a
Madrid.
- Esa inscripción de la
cruz … ¿Puedo quedármelo?
Sin esperar la respuesta,
se levanta apresuradamente, poniéndose las gafas.
- Gracias por todo. Ya
hablaremos, ahora tengo que irme.
Baja de un salto las
escaleras de la caravana y unos metros más allá, de espaldas, dice
adiós agitando la mano izquierda.
- Lo que tocaba antes era
de Josh White. Tráete la Ibanez al sótano esta tarde -le escucho
decir.
Frente a la entrada,
sobre la hierba, ha quedado tirado el periódico con el que saludó
al llegar. Las páginas removidas por el viento resuenan como
hélices. En su giro, un titular:
„ Sensacional hallazgo
en Tulsa “.
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