Aquel
día lluvioso de julio del 67 en el que Dylan quiso conocer mi
historia, yo también le hice un regalo: la imagen del Cristo con la
inscripción en la cruz que decidió llevarse de mi caravana. Ahora,
casi cinco décadas después, quisiera hacerle otro por su 75
cumpleaños. Para ello, debería regresar a aquel verano, y además
ser capaz de empaquetar bien esta confidencia en papel de regalo. No
va a ser fácil, pero tengo que intentarlo.
Dylan
me había invitado a volver a bajar al sótano aquella misma tarde
llevando esa guitarra que tanto le había gustado, esta misma Ibanez
que ahora me mira muda desde un soporte.
La estuve tocando hasta que escampó, convirtiendo la lluvia en una
pueril coartada. Luego crucé el jardín y apagué en un charco mi
último cigarro.
La
puerta de Big Pink estaba abierta, como casi todas las tardes, y
recuerdo haberla cruzado con la sensación de atravesar un puente
colgante. En el salón, una lámpara de pie cubría de reflejos
anaranjados un fárrago de tazas usadas, periódicos, sombreros,
botellas y varios instrumentos. Bajé despacio las escaleras del
sótano, procurando no hacer ruido. Llevaba la guitarra colgada y fue
ella la que, golpeando levemente el
pasamanos,
anunció mi presencia. Ellos dejaron de tocar. Yo me quedé inmóvil.
-
¡Hola, Nar! ¡Baja, no te quedes ahí! – Rick fue el primero en
saludarme, con voz sonriente y un vaso pequeño alzado en su mano
izquierda.
-
Bueno, de nuevo esa Ibanez entre nosotros... – fue el burlesco
saludo de Dylan-. Siéntate por ahí, ¿vale?
Con
un displicente
movimiento
de cabeza, Robbie señaló una silla situada cerca del órgano. Le
di la vuelta y me senté, parapetándome tras la guitarra sostenida
ante el respaldo. Garth me dedicó su
bienvenida minimalista: una ráfaga de tonos ascendentes sobre el
teclado.
-
¡Venga, seguimos probándola ahora en SOL! – ordenó Dylan
mientras terminaba de afinar su acústica de doce cuerdas. Richard
apuró su taza y me dirigió un guiño cómplice desde el piano.
Lo
que escuché aquella tarde fue la génesis de una canción entre lo
espectral y lo sublime. Las palabras evocaban una inconcreta
esperanza de liberación y las sucesivas versiones ensayadas en
diferentes acordes iban consiguiendo aumentar la intensidad emocional
hasta un límite casi doloroso. Recuerdo haber escuchado aquel sonido
como desde dentro de mi propio cuerpo.
Esa
música tenía algo de fenómeno planetario, la potencia de un enigma
sugerido por la visión de una estrella cuyo movimiento contraviene
las leyes de la astronomía. Ellos la
iban explorando
en diferentes variaciones ajenos por completo a mi estupor, mis manos
aferradas a la guitarra como a un salvavidas
mientras Dylan proponía versos poco a poco más diáfanos,
más desnudos, cada vez más cercanos a una respiración octosilábica
a la que mi aliento se fue asimilando como en una especie de trance.
No
podría decir cuánto tiempo pasamos en aquel territorio sideral,
pero cuando Garth se levantó para cerrar una de las ventanas de
pronto me di cuenta de que ya había anochecido por completo. Ellos
seguían ensimismados en su expedición entre palabras y armonías,
pero yo comenzaba a sentirme como de más, como si estuviera
usurpando
un palco ajeno en una función de magia. Aproveché una de sus breves
pausas para tocar un par de acordes con mi Ibanez, y al terminar me
puse en pie. Dylan me miró por un momento ladeando la cabeza y Rick
levantó el pulgar sonriéndome. Antes de que ninguno de ellos
pudiera decir nada, les di las gracias atropelladamente y me marché
del sótano subiendo de dos en dos las escaleras en dirección a la
luz anaranjada que
seguía luciendo en el salón.
Allí
me quedé un rato contemplando aquel paisaje de objetos. A través
del ventanal abierto hacia el bosque, una luna amarilla iluminaba la
mesa sobre la que la Olivetti de Dylan sobresalía entre un montón
de hojas sueltas, revistas, ceniceros medio llenos y vasos con restos
ocres. Un pisapapeles ambarino recopilaba una serie de bocetos hechos
a lápiz en distintos formatos. Sobre ellos, renonocí con sorpresa
una imagen: la del Cristo con la inscripción en la cruz que le había
regalado esa misma mañana. A su lado había una carpeta con papeles
de desigual tamaño, notas manuscritas con tintas de diferentes
colores, frases a máquina con correciones, tachaduras y pequeños
dibujos en los márgenes... Aquellas páginas contenían borradores
alternativos de los versos diáfanos
que
yo acababa de escuchar puestos en música en el sótano. Con los ojos
cerrados y la respiración entrecortada elegí una. Con ella en la
mano salí a la noche. Todo temblaba. La luna se iba ocultando tras
las montañas, oscureciendo el bosque.
Fundido
en negro y elipsis a presente: mi mano sujetando ahora ese fragmento
en papel de un prodigio, una noche de mayo de 2016, mientras voy
escribiendo estas líneas que empecé camuflando de confidencia.
Quizá sea ésa la única cobardía, el resto es correlato objetivo.
Esta
página que he guardado conmigo durante casi cincuenta años era lo
único tangible
que me sería dado conservar de aquella noche en la que asistí a los
primeros ensayos de I
Shall Be Released.
Estas
líneas mecanografiadas eran, además, el germen de una canción
perfecta, un himno mágico más allá de lo solemne y de lo unívoco.
Lo intuí aquella noche del verano del 67, cuando este papel no era
más que uno entre muchos sobre una mesa repleta iluminada por una
luna amarilla.
Yo
lo intuí entonces, y ahora que ya lo sabemos con total certeza éste
es el regalo que quiero hacerle a Dylan al cumplir 75: una especie de
restitución
o, quizá mejor, un “Love
& Theft”
retrospectivo.
¡
F e l i z c u m p l e a ñ o s !
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