Hace un rato Rick ha venido a
anunciarme que esta tarde puedo volver a bajar a escucharles en el
sótano. Nos hemos sentado delante de la caravana, sobre una manta
extendida en el suelo, y mientras tomábamos café me ha estado
contando que andan ocupados con una serie de temas tradicionales de
Irlanda y de Escocia, también unos cuantos del enorme repertorio
norteamericano -Canadá incluida, puntualiza-, y cómo él flipa
metiéndoles el bajo a melodías que a veces tienen varios siglos y
sobre las que Dylan va probando arreglos que no siempre a todos les
resultan fáciles de seguir. Yo le he dejado hablar, como si no
supiera ya gran parte de lo que me cuenta por haber estado
escuchándolo a través de las ventanas abiertas del sótano.
- A veces le apetece probar con la
acústica de doce cuerdas, o dejar que Richard maneje la percusión
al azar o se ponga con la lap steel,
una Rickenbacker que suena de la hostia. Por cierto que, hablando de
guitarras, el otro día Bob no se quería creer que tienes una
de Salvador Ibáñez, pensaba que era una broma nuestra. Decía que
no puede ser una original, que si lo fuera no la llevarías como si
tal cosa en esta caravana que la mitad de las veces se queda con la
puerta abierta. Y, ¿sabes?, cuando dice cosas como esa yo me quedo
pensativo... No me las imagino en su boca hace un par de años. A
veces me parece que el tiempo lo está volviendo un poco más
desconfiado, no sé...
- Bueno, si es así él tendrá sus
razones, ¿no crees? -digo en un tono entre respetuoso y sonriente-.
- Sí, supongo... -responde Rick sin
mirarme, mientras con una pequeña rama que acaba de arrancarle a un
olmo va dibujando algo sobre la tierra húmeda. Un silencio reflexivo
nos une durante un buen rato, hasta que de pronto me oigo decir:
- ¡Tengo una idea! ¿Qué te parece
si esta tarde bajo al sótano con la Ibáñez?
- ¡Cojonudo! -la carcajada de Rick le
ilumina la mirada-. ¡Ya verás los caretos que van a poner Dylan y
Robbie...! Venga, seguimos después, que ahora tengo que bajar al
pueblo a reponer provisiones. Hasta luego.
Se levanta de un salto y sale
corriendo hacia uno de los coches aparcados frente a la casa rosa.
Sobre la manta ha dejado la rama de olmo, y ante ella, grabado en la
tierra, el dibujo de un barco que transporta un octaedro, un diamante
enorme como una ballena.
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