Estaba esperando. Estuve
esperando varios días, muchos, no sé cuántos. Desde mi caravana
les veía entrar y salir de la casa, abrir las ventanas a mediodía y
encender las luces al caer la tarde. Dylan llegaba en su coche y casi
siempre se quedaba un buen rato en el cuarto de estar, escribiendo a
máquina. Luego bajaba al sótano con los demás y yo les escuchaba
tocar desde el exterior, sentándome bajo las ventanas de la parte
derecha de la casa. El sonido que salía a través de ellas tenía el
aliento de un ser vivo, el olor de una planta bajo el agua y el fluir
de esos pasos de baile ejecutados hacia adelante, hacia atrás y en
lateral. Cinco músicos disfrutando juntos su mayor conquista:
detener el tiempo. Nada más, nadie más; sólo yo, invisible al otro
lado, escuchando y esperando.
Ahora, casi cinco décadas
después, me coloco de este lado para contarlo. La memoria de la
expectación ilusionada de aquellos días me devuelve una sensación
de vida que se ha ido difuminando con el paso de los años y lo
ineludible de las pérdidas. Sobre mi escritorio, el cuaderno marrón
que Dylan me regaló la última vez que lo vi en Big Pink. Lo abro al
azar -una hoja doblada, sólo dos líneas separadas por un abismo de
página en blanco:
I know it because it was there.
But I'm not there, I'm gone ...
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