Al regresar del recital de Dylan, leo de
nuevo ese primer fragmento del cuaderno de tapas marrones que me
regaló al despedirse, y la fecha del uno de abril del 67 pone mi
vida en perspectiva. La intuición se inflama en un fogonazo a cuya
luz reconozco algo que me entristece.
A lo largo de los años he ido
siguiendo de cerca su carrera, he asistido a muchos de sus
conciertos, he viajado por varios continentes al compás de sus
giras, siempre con la rémora de estar escribiendo otros libros sin
haber llegado a afrontar aquel que me esperaba germinando en la
oscuridad de una maleta. Sin embargo, sólo ahora, después de
haberle visto y escuchado sobrevolar la relativa frialdad de un
escenario centroeuropeo en su actuación de esta noche, después de
que su armónica me conmoviera como nunca antes -no más, sí
distinto-; sólo ahora, cuando la idea de otra forma de despedida se
superpone a la de aquélla vivida ante la puerta de mi caravana,
multiplicando la gratitud sentida por aquel regalo escrito; sólo
ahora, asumo escribir esto, atreverme a amalgamar sus textos con los
míos, a tamizarlos con un catálogo de canciones-historias de adiós
comenzado en el 67 y engrosado con los años.
Decido recrear conversaciones y
ambientes e inventarme una verdad de días felices asistiendo al
prodigio que aquellos del verano del 67 propiciaron tantas tardes en
un sótano, desde el que cuatro músicos cómplices miraban con
impaciencia a Dylan en la escalera, subiéndola o bajándola, sentado
a veces en un peldaño -la cabeza ladeada, un lápiz en una mano y un
folio mecanografiado en la otra-, sabiendo que estaban compartiendo
un tesoro.