Nunca he vuelto a tenerlo tan cerca,
nunca más conseguí hablar con él. Cuando publiqué el primer
volumen de la biografía, uno de sus agentes me hizo saber que no le
había desagradado, sin más. Esa escena de adiós en la parte de
atrás de aquella casa rosa que acogió el mayor milagro del verano
del 67 me ha acompañado durante toda mi vida como parte de la
película de un sueño, como el sueño de una película que se cierra
con una despedida perfecta. Había estado dándole vueltas a esa idea
durante alguna de las noches en vela pasadas en la caravana, a veces
hablando con Richard y a veces escribiendo historias brevísimas
sobre distintas facetas del adiós -desde la desaparición hasta la
ausencia, pasando por el olvido y aledaños- sin lograr más que
anotar un repertorio exiguo de despedidas incompletas que iría
ampliando con el paso de los años y -entonces no podía aún
saberlo- la tenacidad de las pérdidas.
La manera que él eligió aquella mañana
para saludarme al marchar mostraba que sí cabía la perfección en
el acto de alejarse, y en un doble sentido: porque habría de ser
definitivo y porque su despedida, cerrando aquella película onírica,
había puesto en mis manos un regalo que me abría la puerta a
inventar otra, otras, y yo sabría qué hacer con él -había dicho-.
Dylan estaba seguro.
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